Entonces… el tío Héctor se murió, después de meses de entrar y salir del hospital, perdido en el limbo en que lo tenía la enfermedad con nombre alemán, entrego su cuerpo y partió.
Viejas conocidas somos la muerte y yo. Suelo contar que cuando era chica prácticamente vivíamos en el cementerio. Un mal chiste, para explicar una serie de muertes prematuras que marcaron mi infancia y me enemistaron con ella durante mucho tiempo. Asociada al dolor y la perdida, anduve sin mirarla y sin querer hablar del tema.
A la dama le conozco el olor; el de los velorios de la infancia, al que nos llevaban en un afán pedagógico de explicar eso que no puede ser inventariado. El de los cementerios, con sus flores agonizando al sol en coronas recordatorias. El de los panteones con muertos nuevos que llegan a habitarlos. El del que se muere solo y es descubierto muchos días después; como le pasó a un vecino mió cuando vivía en San Telmo. El olor de los animales despanzurrados en el campo, que tanta fascinación despertaban en mí con sus ojos vidriosos, allá por los días en que todo era nuevo. Cada uno tenía una tonalidad distinta, pero todos hablaban de ella.
El cementerio de la Chacarita abrió sus puertas a un bulevar oscurecido por la mañana gris y lluviosa. (Esta no es frase echa, la mañana realmente estaba así). Recuerdo que Castaneda dice que cada uno camina con su propia muerte, después de cumplir los cincuenta estoy en dialogo permanente con la mía, aunque por ahora no se dé que color son sus ojos.
Quien me lea puede pensar: la muerte es dolor, vació, ausencia, corazón partido, tristeza eterna o bien: paz, liberación, camino. El hecho de que no haya crónicas certeras de lo que pasa del otro lado no facilita las cosas. Pero quien ama la vida acepta la parte del todo que desconoce. Poder pensar y vivir así me ha reconciliado con la dama. Me ha religado con la vida, desde un lugar en el cual la única opción posible es la plenitud.
El tío Héctor se fue, su aliento ha dejado este mundo. Veo el mió empañando el vidrio de la ventanilla del colectivo y pienso que es tan inmensa esta humanidad que me habita, es tan prolífico y variado este planeta que me sostiene, que considero imposible que tanta belleza y maravilla termine con el rigor mortis.
Escribe alguien que no sabe, que nunca a cruzado ese puente. Que ha observado desde el lado de la vida los estragos que algunas muertes provocan. Sin embargo, esta finitud me ayuda a ordenarme en el día a día. Sabiendo que no hay otra posesión que el aire que ahora respiro, trato de construir en la certeza que por ahora es lo único que tengo.